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Memorias de Adriano: La profunda erudición al servicio de la literatura

Al adentrarme en su biografía ‒ese recorrido siempre sesgado que otros trazan sobre la vida de alguien‒, ver algunas de las pocas entrevistas que concedió cuando ya era una octogenaria y especialmente al leer una muy ínfima parte de su obra, uno se da cuenta que la figura de Marguerite Yourcenar está más cercana a la de un monumento literario y cultural, que a aquello a lo que hoy día, con bastante deuda, se considera un «escritor» o «escritora». Un término demasiado extendido y banalizado, por lo demás.



Sin embargo, también es válido mencionar que aquel «monumento», aquella «gran escritora de la lengua francesa», como la llamó Bernard Pivot, fue sobre todo una mujer poseedora de una dimensión profundamente humana, llena de todas las contradicciones, fragilidades e incoherencias que acarrea por sí mismo la condición humana.

Marguerite de Crayencour nació un 8 de junio de 1903 en Bélgica, de madre belga y padre francés. Su madre falleció a los diez días de nacida, por complicaciones del parto. Su padre ‒un aristócrata francés‒ vuelve entonces a su país de origen, llevando a la niña consigo. Él mismo se preocupará porque su hija tenga la mejor educación posible; y así será. Marguerite de Crayencour, quien únicamente hasta la publicación de su primera obra adoptará el nombre Yourcenar como seudónimo literario, recibe una educación exigente y refinada de la mano de una serie de institutrices privadas que le enseñan, entre otras cosas, el griego y el latín. Algo que luego será decisivo en la trayectoria de la autora debido al interés que dedicará a todo lo relacionado con la cultura greco-latina, y que algunos años después será el tema principal que conformará buena parte de su obra literaria.


Hablando de Memorias de Adriano, lo primero que hay para decir es que es una novela histórica muy bien lograda, sólida, con una calidad literaria indiscutible, una prosa que a ratos es poesía, y que a ratos también es genuina metafísica (algo que se dice fácil, pero que es todo lo contrario). No había tenido antes la oportunidad de leer a Marguerite Yourcenar, era para mí una escritora de la que sabía poca cosa, por eso me emocionó percatarme que la traducción del francés al castellano de este libro, estaba a cargo nada más y nada menos que de Julio Cortázar. De casualidad, lo vi un día en un puesto de usados y me lo compré sin dudarlo mucho. Llevé la novela a mi casa y la guardé (casi nunca me ocurre que leo un libro inmediatamente después de que lo compro). Pasaron los meses y un día por fin decidí embarcarme en la lectura de una novela de mediana extensión. Empecé a leer aquella Memorias sin saber nada de su argumento. Por su título, sospechaba que hacían referencia a un antiguo emperador romano del que conjeturaba más de lo que sabía. Recuerdo encontrarme inmerso más pronto que tarde en las reflexiones, a veces demasiado filosóficas, de un viejo pronto a morir. A medida que se va leyendo, pronto descubrimos que aquel anciano moribundo es en realidad Adriano, ilustre emperador de Roma, un imperio tan vasto que cubría desde lo que hoy es Glasgow (Inglaterra), Una buena parte de Europa y Oriente medio y hasta la casi totalidad del norte del África.

La novela, de forma apresurada, podría definirse como una larga epístola ficticia que el emperador envía al adolescente que será su sucesor tiempo después: Marco Aurelio, el filósofo. En esta larga carta Adriano, que gobernó el imperio entre 117 y 138 d.C., y fue reconocido como un notable estratega político y militar, comenta los episodios más significativos de su vida y de paso se pone a aconsejar sobre el manejo administrativo del poder a su joven sucesor. Pero este libro es mucho más que eso.

La autora, en las notas que realizó durante el proceso de escritura de esta novela, cita a Flaubert: «Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre». Y después la propia Yourcenar es quien comenta la cita de la siguiente manera: «Gran parte de mi vida transcurría en el intento de definir, después de retratar, a este hombre solo y al mismo tiempo vinculado con todo». Quizás esa sea la mejor manera de hablar de esta novela, no es el simple retrato de un personaje histórico; es el retrato de toda una visión del mundo adherida a una época en específico. Chéquense la siguiente cita, extraída de la propia novela:

«En el momento en que te escribo sé exactamente qué estrellas pasan por Tíbur sobre este techo ornado de Estucos y pinturas preciosas, y cuáles están suspendidas, en otras tierras, sobre una tumba. Algunos años después la muerte habría de convertirse en objeto de mi contemplación constante, pensamiento al cual dedicaría todas las fuerzas de mi espíritu que no estuvieran absorbidas por el Estado. Y quien dice muerte dice también el mundo misterioso al cual acaso ingresamos por ella. Después de tantas reflexiones y de tantas experiencias quizás condenables, sigo ignorando lo que sucede detrás de esa negra colgadura. Pero la noche siria representa mi parte consciente de inmortalidad». (p.138)

Otro punto fundamental ‒ya no solo de este libro, sino en general de la obra de Yourcenar‒ es la calidad narrativa que se despliega en sus trabajos literarios. Su prosa es tan cuidada, tan exquisita e inteligente, a veces desbordada de referencias históricas y culturales, que asombra y admira. Esto puede aturdir y confundir al lector desprevenido. Por eso, quizás recomendaría iniciar a leerla con De cómo se salvó Wang-Fo, un cuento de unas cuantas páginas, que es simplemente de una belleza tan sutil como innegable.

Y que podés leer acá: https://www.nexos.com.mx/?p=3685

En cuanto al ámbito personal, la autora sólo ganó reconocimiento internacional hasta la publicación en 1951 de las Memorias, cuando ella rondaba ya los cincuenta años. Mucho tuvo que ver en que el alcance de su obra tuviera esas dimensiones, la labor de Grace Frick quien además de ser su traductora única al inglés, fue su pareja y colaboradora por más de cuarenta años. Con ella convivió en Petite Plaisance, una pequeña estancia ubicada en Maine, al Noreste de Estados Unidos, donde ambas envejecieron. La periodista italiana Sandra Petrignani, en el capítulo dedicado a Yourcenar de su libro La escritora vive aquí (2002), cita las siguientes palabras de la escritora, refiriéndose a su relación con Grace: «En fin, es algo muy sencillo: primero una pasión, después una costumbre y, al final, solo una mujer que cuida de otra mujer enferma».

Frick murió de cáncer en 1979, mientras que Yourcenar no moriría sino hasta ocho años después, el 17 de diciembre de 1987. Al momento de su muerte realizaba los preparativos para un nuevo viaje a Oriente, de haberlo hecho aquel hubiese sido uno más de los cientos de viajes que hizo alrededor del mundo, tanto en su juventud como en su vejez; puesto que fue una viajera incansable. Antes de morir, sin embargo, todavía tuvo que sufrir una última pérdida, la de Jerry Wilson, fotógrafo estadunidense de 36 años -acaso su propio Antínoo- del que se cree que ella, pese a su avanzada edad, se enamoró perdidamente. Él era abiertamente homosexual, pero acompañó a la escritora desde la muerte de Grace, manteniendo una difícil relación que muchos biógrafos comentan que no estuvo exenta de ciertos episodios lamentables. Juntos realizaron innumerables viajes. Murió un año antes que ella.

Al partir, Yourcenar dejó una obra invaluable en el campo literario, pero también un incansable activismo por un sinnúmero de causas sociales que buscaban realzar la dignidad humana, animal y ecológica por sobre todo el horror de las guerras, la miseria, el odio y la explotación.


César Andrés Zeledón




Fuentes bibliográficas de esta reseña:

Petrignani, S. (2006). La escritora vive aquí. Madrid: Siruela.

Yourcenar, M. (1951). Memorias de Adriano. México: Debolsillo.

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