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La Varicela y Dios

Actualizado: 12 dic 2019

Por Ernesto Castro Herrera

Me dio la varicela. A mi edad, fue todo un incordio. El médico —un practicante gordo que me atendió en el hospital regional tratando de no asombrarse ante las ronchas de mi cara— me dijo: «Una lástima. Esta es una enfermedad que es mejor en niños. En adultos es el doble de intensa. Lo siento mucho. Pero estarás bien. De veras. Esto es tan común como la gripe». Me recetó una bolsa de antialérgicos, antibióticos y acetaminofén. También calamina y pasta al agua para la comezón. No me palpó ni me puso un estetoscopio en el pecho. Para este tipo de casos lo único necesario es apartar la vista y evitar rascarse el cuello, por respeto al paciente. «Si no duerme no se preocupe tanto: es normal los primeros días.» Salí del hospital con una toalla en la cabeza, con mi madre ocultando mis brazos del taxista (para que él no se distrajera con mi pus, derrapara y muriéramos estúpidamente en la carretera) y preguntándome en qué momento contraje el virus.


En realidad, no era tan difícil de saber. Unas semanas antes había estado en casa de una amiga terminando nuestra tesis en la sala, donde su sobrinita miraba la televisión mientras repetía: «Si me rasco se me caerá la cara a pedazos. Sí me rasco se me caerá la cara a pedazos. Y me van a pegar». Entonces le pregunté a mi amiga si a ella ya le había dado la varicela. Es bien sabido que ésta sólo da una vez en la vida. Y mi amiga me respondió: «Sí. Me dio a los cinco años según mi madre. Yo no me acuerdo muy bien. ¿Y a vos ya te dio?»


 No lo sé, le dije.


 Cómo no vas a saber. Eso es importante.


 Lo supe tiempo después.

 La varicela es de las enfermedades más contagiosas que pueden existir. Yo ni siquiera saludé a la sobrina de mi amiga. Compartimos como mucho algo de espacio y aire. Fue más que suficiente. Los siguientes días me llené de más ronchas, de más pus, y depresión. Si me miraba al espejo me ponía a llorar desconsoladamente. Mi mamá llegaba a mi cuarto, me daba palmadas en la espalda (aunque ardieran) y me decía: «Pensá en que esto es pasajero. Hay gente que se ve así siempre. Haceme el favor y no seas tan superficial». Esto desataba aún más mis lágrimas.

Mi cuerpo estaba mal. Muy mal. Para conciliar el sueño tenía que mojar pañuelos en agua de manzanilla y ponérmelos en zonas donde me sentía caliente. El calor era tal que cada uno de mis delirios febriles se desarrollaba en rojo o amarillo de fondo. Tuve muchos delirios. Las primeras cuatro noches viví aventuras que me parecieron buenos gérmenes para cuentos rocambolescos. Atropellé a una muchacha que enterré debajo de un puente —yo que jamás aprendí a conducir, ni mucho menos a usar una pala—. Me convertí en una anciana que engañaba a un loco diciéndole que era su hija perdida del sur para que él se hiciera cargo de su alimentación. Sodomicé con un marcador a mi profesor de Derecho Tributario en una sección de clases atestada de alumnos bostezantes. Y asistí a una galería llena de imágenes drogadas. Imágenes drogadas: flores metálicas que se movían con un viento azul, explosiones de fucsia en un sombrero de helado napolitano, limoneros de ántrax, magos que tarareaban frases de Salvador Dalí para que brotaran bigotes en las paredes, martillos con características de consoladores eléctricos del tamaño de la torre Eiffel, y muchas cosas más que se deben de ver bajo los efectos del éxtasis mezclado con marihuana. Mi cuerpo era una fiesta de fuegos artificiales, que más tarde descubrí era una batalla campal.


 Además de la humedad de los pañuelos, tomaba más píldoras de las indicadas en una fútil esperanza de perder la razón. No perdí la razón. Perdí la paciencia. Fue así como lloré más y recuperé mi religiosidad. A Dios tuve que confesarle que nunca había dudado de su existencia, lo cual era bastante cierto, pero me costaba aceptar. Además, le pedí que me sanara y le prometí que de ahora en adelante le oraría todas las noches. Y vi en esto una injusticia, por muy febril y alucinante que estuviera. Me autosaboteé: «Dios, no te dejés timar. ¿De qué te sirve que te ore todas las noches? Eso sólo me beneficia a mí. Tenés que ser más exigente. Dame lo que en verdad merezca. Dame lo que me sepa ganar.» Me esforcé en mi promesa. Dije que, si me curaba pronto, dejaría de ser tan malo con las personas. Que sería compasivo. Nada de sarcasmos, de respuestas altivas, de hacerme el ácido; nada de despreciar a los que se preocupaban por mí más allá de la redondez de mi trasero. Le prometí que reduciría el nivel de mi ego.


 Algo sumamente difícil: ¿quién era yo sin mi ego? Una persona vacía. Un cascarón. Pero al menos, pensé, sería un cascarón sin varicela. Sin un rostro deforme y vil. Un cascarón precioso.


 Ese pensamiento me alentó mucho.


 La varicela me duró diez días. Ni uno más ni uno menos. Al parar la producción de pus, cada roncha se transformó en una costra. Las alucinaciones se transformaron en sueños y pesadillas esporádicas (tanto así que ni las recuerdo). Fiebre cero. La depresión por mi rostro siguió igual hasta que ya no tuve ninguna huella del espanto en mi piel. Las costras cayeron en unos cinco días más. Me quedaron miles de manchas, pero estas se fueron desvaneciendo entre pomadas, pastillas de vitamina E y sesiones de peeling con un dermatólogo que al menos era más franco e inteligente que el practicante que me atendió tiempo atrás: «La varicela es un asco», solía decir. «La vida entera es un asco».


 En tres meses estuve como si nada. Y a Dios no le volví a orar.

Ernesto Castro Herrera

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