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El valor de las decisiones

Actualizado: 12 jun 2020

Mientras pensaba en el emparedado de jamón que me iba a preparar para cenar, tuve un golpe de realidad; había olvidado comprar pan. No recordaba que las dos últimas rodajas de la bolsa de la semana las había untado con mermelada de mango por la mañana. Mi mente en su estado natural de supervivencia me mostró las posibles acciones que me podrían ayudar a cumplir con el oficio de mi hambre.


Entre las alternativas sobresalían dos por su facilidad: o caminaba a la panadería a cinco cuadras de mi casa o me olvidaba por completo del emparedado y me dirigía a la fritanga del vecindario. Este último lugar es más largo, pero imaginar que disfrutaría más la cena popular me entusiasmaba. Así también podía aprovechar ver una película que había pospuesto desde hace unos días. No sé por qué esta película había venido a cuento, pero ahora que contemplaba cambiar el pan con jamón por el gallopinto, tajadas y queso, quería ponerme al día con la película.


Me quité el reloj, saqué mi celular de mi pantalón; tomé mis llaves y el dinero que iba a utilizar para comprar. A pesar de que es el barrio de toda mi vida sé que es mejor andar ligero en estas calles impredecibles.


Cuando había recorrido dos cuadras pensé en la hora y cuarenta y nueve minutos que duraba la película; en las personas que podría encontrarme en fila mientras esperara que me atendieran y también en el trayecto que me faltaba por recorrer y el trayecto de regreso.


¿En realidad eran estas ganas de fritanga necesarias? ¿Por qué había descartado el emparedado de jamón?, me preguntaba mientras seguía caminando. Pensé que al no comprar fritanga no solo ahorraba tiempo, también ahorraba dinero que después perfectamente podría utilizar para comer helado con mi amiga que me gusta. Así no cambiaría tan pronto el billete de C$200 que venía guardando con aprecio por semanas.


Qué tal si me olvidaba de comer algo que no es tan saludable y apostaba por el par de mandarinas y la guayaba de fresco que había comprado temprano al señor del carretón de frutas. Me cuestionaba si en verdad tenía hambre. Me quedé viendo la fila de luminarias que se divisaban en el corto horizonte y éstas suprimían lentamente mis ideas entusiastas de cenar fritanga. Por enésima vez, la batalla de mis decisiones me relegaba a segundo plano.


En un acto de rebeldía contra mi propia mente decidí no prestarme a la indecisión de mis decisiones; supe que tenía que regresarme a mi casa lo más pronto posible. Caminé en diagonal para girar en la esquina próxima que me llevaba de regreso y aproveché para comprobar un ligero presentimiento; la panadería, efectivamente, estaba cerrada. Apresuré mi paso porque ya me empezaba a cansar de mí mismo.


Estando en la cocina de mi casa otra vez, me acordé de las galletas que guardo para cuando todo lo demás falla; porque si todo lo demás falla sé que por lo menos ellas estarán allí. Y sí, así era, estaban ahí. Tomé una y la deslicé a mi boca; me quedé ido y pensé en esa marca industrial que me engaña pero que al final siempre termino comprando, en los sabores artificiales que elijo antes que las frutas tropicales, a lo burgués que me deslumbra por delante de lo criollo que me ilustra. Qué me hace elegir el prejuicio antes que la plática, el adorno importado antes que la artesanía hecha en el país; qué me motiva a ver la película comercial que se mantiene por tanto tiempo en cartelera antes que la película con menos presupuesto, pero que me conmueve. La estructura metálica antes que el montón de árboles frutales o la avaricia desmedida concentrada en pocos antes que la libertad de la nación.


Saqué otra galleta del empaque y mi paladar estaba contento. Tal vez nunca tuve hambre en realidad y sin saber sólo quería saborear estas galletas. Ya me había olvidado de la hora y cuarenta y nueve minutos de la película y ya me había olvidado de elegir; porque también vale no elegir cuando estamos eligiendo.


La postura que me condicionaba la actitud me hacía meditar en mi elección; porque me di cuenta que por muy pequeña que fuera ésta, junto a otras decisiones poco a poco me iban definiendo, y al encontrar a otras me definían aún más, y al definirme más empezaba a pertenecer y al pertenecer empezaba a decidir menos… pero volver a elegir sobre mis decisiones me devolvía siempre la sensación de libertad; y dentro de mi sensación de libertad había decidido guardar mis galletas, lavarme los dientes e irme a dormir para el día siguiente ir temprano a comprar una bolsa de pan.



Axel Benjamín Paredes

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