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Cuestión de Honor

Actualizado: 12 dic 2019

Por César Zeledón

I

 Supuestamente —yo jamás me he atrevido a ir tan lejos— al final de esta carretera de terracería se encuentra un pequeño poblado llamado Ayapal. Desde allí partió Paco Chavarría con su viejo caballo, una mañana hace unos cuatro años; y vino a dar, ya en lo oscuro, a El Tigre. Mendoza, el delegado de la Palabra del pueblo, recuerda haberlo encontrado aquella noche guareciéndose de la lluvia en un alero de la iglesia, recuerda haberlo visto con sus botas roídas y su sombrero de cuerina negra, el bigote ya canoso, los ojos de un azul deslavado y la nariz aguileña y categórica brillando recortada en la oscuridad como la cuchilla de una hoz. Desde entonces, nos cuenta Mendoza, ya se miraba en él esa determinación oculta y feroz que luego lo llevaría ineluctablemente a zanjar aquel asunto con mi hermano.


 Esa noche Mendoza le ofreció al foráneo su casa, para que pernoctara en ella. Chavarría aceptó. Comieron, cerca del fogón, las tortillas palmeadas por las manos campesinas de la mujer de Mendoza, cuajada fresca, frijoles en bala y café negro. En la penumbra que propiciaba una mortecina bujía y los rescoldos aún ardientes del propio fogón, Mendoza recuerda haberle preguntado que lo traía por estos lares.

—Una cuestión de honor, muchacho —respondió Chavarría sin siquiera voltear a verlo. Luego agradeció la comida y la hospitalidad, y se dispuso a colgar, entre un horcón y un palo de nim, debajo del tambo, una hamaca de lona verde que llevaba consigo. A la madrugada, cuando aún faltaban horas para que el sol apareciera, ni el viejo ni su caballo, estaban.


II

 Tiempo atrás mi hermano, el mayor, había partido a trabajar a una hacienda próxima a Ayapal, un lugar —que él describiría así—: enorme, con manzanas y manzanas de tierra en lontananza, llenas de sembradíos de café y cacao. Él era cortador y al terminar la temporada de corte volvió con dinero, muchas anécdotas, y una mujer.


 Una niña apenas, de quince o dieciséis años. Ramona comenta que, sin embargo, era muy bonita, de rulos castaños claro, con una mirada que aún conservaba el candor pueril de la inexperiencia y facciones delicadas como el contorno de un paisaje.


—No sabía mucho de cuestiones de mujer grande. Se notaba que por la edad desconocía muchas cosas, a excepción de una: estaba enamorada de ese jodido. Vivieron aquí, un mes a lo sumo. Luego Iván volvió a beber y mujerear, como solía hacerlo. Se fue de casa por dos meses, para estar con la viuda de Montenegro, una mujer que le doblaba la edad pero que había heredado un buen dineral de don Alejandro, entonces la niña regresó a su casa sin decir nada a nadie. Pero yo y todos los de la casa ya sabíamos que estaba en cinta. Cuando Iván regresó no preguntó por ella, y tampoco nadie le dijo nada —comenta Ramona.


III

 Paco Chavarría se quedó en silencio viendo a la niña, frunció ligeramente el ceño e hizo un sonido extraño, gutural, casi como un gruñido, un sonido que transparentaba muchas cosas; acaso rabia, decepción o vergüenza. Doña Margarita afirma que lo supieron en cuanto la vieron entrar por el umbral de la puerta de madera astillada, afirma también que el marido no le dirigió la palabra a ninguna de las dos y que fue por una media de Ron Plata que terminó íngrimo en la madrugada.


 A eso de las cuatro de la mañana fue a ensillar su caballo, estaba algo borracho y había dormido poco, pero en los ojos ya se intuía cierta violencia que no se debía del todo al desvelo o la borrachera. Doña Margarita se levantó y aunque quiso preguntarle adónde iba, no lo hizo. Lo vio bordear el cerco de la casa a trote lento, pronto vio perderse el sombrero negro entre las brumas. Y eso fue todo.


 Volvió a la casa, allí vio la cara pálida y asustada de su hija, viendo a través de la ventana lo mismo que ella acababa de ver. Se pusieron a nesquizar el maíz.


IV

 No está claro de cómo sabía quién era Iván —doña Margarita cree que en el cuarto de la niña estaban aún todas las cartas que se mandaron mientras mi hermano era cortador—, lo que sí se sabe es que Chavarría fue a la única pulpería de El Tigre a preguntar dónde vivía la familia Rizo. Llegó a casa, era domingo por la mañana, y Ramona, que habrá tenido la misma edad de su hija, le indicó el campo donde los muchachos jugaban béisbol a esa hora.

Mendoza nos comenta que barría el piso de la iglesia cuando oyó el disparo, Doña Margarita y la hija a esa hora ya estaban terminando de palmear las tortillas.

César Zeledón

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